Historias
Día de la Candelaria, todos listos para comer tamales, pero muy pocos saben el origen.

Día de la Candelaria, todos listos para comer tamales, pero muy pocos saben el origen de la tradición católica que los inspira.
Todos, esperan comer tamales, de la misma forma en que todos comieron rosca el 6 de enero. Pero pocos saben de el origen de esta tradición o el significado de la festividad de la candelaria los días 2 de febrero.
Así las cosas, se sabe y está muy arraigado que, en las casas de las familias mexicanas, se parta la rosca de reyes y al que le salga el muñequito o “niño” prepare o le compre tamales y atole a todos los que participan en esta tómbola culinaria, el 2 de febrero.
Pero pocos entienden, que este es uno de los procesos rituales del complejo imaginario católico mexicano, que combina en sincretismo, las tradiciones prehispánicas, como el inicio de las siembras, de una sociedad con una mitología agraria, que brindaba tamales como festejo de esta tradición.
Mientras la tradición hispana, enraizada en el catolicismo romano, festeja la visita de la virgen María a la Iglesia, para prender dos velas o candelas, es decir, día de la candelaria, esto a 40 días de haber nacido Jesús, por lo que se acostumbra a vestir a los niños y llevarlos a bendecir con agua bendita y claro comer tamales.
Cultura
El 2 de octubre no se olvida

El 2 de octubre de 1968 es una fecha que permanece grabada con dolor en la memoria histórica de México
Ese día una manifestación pacífica convocada por estudiantes terminó en una de las represiones más sangrientas y crueles que haya conocido nuestro país en tiempos recientes. Jóvenes que solo aspiraban a un futuro mejor, a un México más justo y democrático, fueron acallados con balas.
El gobierno de aquel entonces eligió la violencia como respuesta a la exigencia de libertad, dejando un legado de miedo, injusticia y silencio que lastimó profundamente a generaciones enteras.
Lo terrible de aquella noche no se limita a la pérdida de vidas humanas, aunque esa herida por sí sola sea inconmensurable. El 2 de octubre representa también la negación absoluta de derechos fundamentales como la libertad de expresión, de reunión y de manifestación.
La juventud, que encarnaba la esperanza de cambio, fue tratada como un enemigo interno, como una amenaza al poder, cuando en realidad lo único que pedían era un país más abierto, más justo y más respetuoso de la dignidad humana. El crimen de Tlatelolco no fue únicamente contra los estudiantes, sino contra la sociedad entera, contra el derecho a soñar y construir un mejor mañana.
Lo injusto de este hecho radica en que los responsables de aquella masacre intentaron ocultar la verdad, manipular la información y silenciar a quienes buscaban justicia.
Las víctimas fueron reducidas a cifras imprecisas, los sobrevivientes perseguidos y estigmatizados, y la memoria de aquel movimiento estudiantil trató de ser borrada de la historia oficial. Sin embargo, el dolor de las familias y la indignación de la sociedad impidieron que ese silencio se consolidara por completo.
Cada año la voz de los que ya no están vuelve a resonar en las calles para recordarnos que la memoria es también una forma de justicia.
El 2 de octubre es, entonces, una advertencia y un llamado. Una advertencia de lo que ocurre cuando el poder político se coloca por encima de la vida y de los derechos de las personas; cuando se ve en la ciudadanía un peligro en lugar de una fuerza legítima para el progreso. Pero también es un llamado a no olvidar, a mantener viva la memoria de quienes fueron injustamente asesinados y a transformar esa herida en una convicción colectiva: nunca más un gobierno puede responder con violencia al derecho del pueblo de expresarse y exigir justicia.
Hoy, a más de medio siglo de aquel acontecimiento, recordamos Tlatelolco con respeto y con dolor, pero también con la responsabilidad de no permitir que hechos semejantes se repitan. El 2 de octubre nos recuerda lo peor del autoritarismo, pero al mismo tiempo, lo mejor de la resistencia y la dignidad humanas.
Que la memoria de quienes cayeron ese día nos acompañe siempre como una brújula moral, para que el derecho a la libertad, la democracia y la justicia no vuelva a ser pisoteado en nuestra tierra.
Cultura
Cerro del sombrero: la leyenda de las monedas del diablo

El Cerro del Sombrero es una de las elevaciones más reconocidas en las inmediaciones de la Sierra de Santa Rosa, en Guanajuato. Su nombre proviene de su peculiar silueta que, vista a la distancia, parece un enorme sombrero de ala ancha. Pero más allá de su forma, lo que ha trascendido a lo largo de los años son los relatos misteriosos que envuelven a este lugar.
De acuerdo con la tradición oral de los campesinos y habitantes cercanos, en el cerro existe una cueva encantada en la que, según se dice, habita el diablo. Quienes han pasado de noche o en soledad aseguran haber escuchado el repique de monedas de oro que parecen rodar dentro de la tierra o sonar como si alguien las dejara caer una y otra vez.
La leyenda cuenta que este sonido es un cebo del maligno para tentar a los hombres codiciosos. Aquellos que se dejan guiar por la ambición y siguen el tintinear metálico son conducidos hasta la cueva. Una vez adentro, desaparecen sin dejar rastro, atrapados en un mundo subterráneo del que nunca se vuelve.
Los ancianos de la región advierten que el cerro se cubre de un aire extraño en las noches de luna llena. Algunos dicen que en esas ocasiones puede verse la figura oscura de un hombre sentado en una roca en forma de silla, conocida como la “silla del diablo”. Desde ahí observa y espera a sus víctimas, oculto en la penumbra y acompañado por el brillo ilusorio de las monedas…
Con el paso del tiempo, el Cerro del Sombrero se convirtió en un símbolo de respeto y temor. Muchos campesinos prefieren no trabajar sus tierras cercanas en determinadas noches, ni caminar solos por los senderos que conducen a su cumbre.
Cultura
Miguel Hidalgo: del Grito de Dolores al fusilamiento en Chihuahua

Tras dar el Grito de Dolores el 16 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo y Costilla se convirtió en el líder del movimiento insurgente que buscaba terminar con el dominio español en la Nueva España. De inmediato reunió a miles de seguidores, en su mayoría campesinos y mineros, con quienes avanzó hacia ciudades estratégicas como San Miguel el Grande, Celaya y Guanajuato, donde se produjo la emblemática toma de la Alhóndiga de Granaditas.
Aunque carecía de formación militar, Hidalgo encabezó un ejército que llegó a contar con más de 50 mil personas. En octubre de 1810 obtuvo una de sus victorias más importantes en la batalla del Monte de las Cruces, lo que le abrió la posibilidad de tomar la Ciudad de México. Sin embargo, decidió no avanzar, decisión que marcaría un punto de inflexión en la lucha insurgente.
Posteriormente, los insurgentes sufrieron derrotas significativas en Aculco y Puente de Calderón, lo que debilitó seriamente al movimiento. Ante la pérdida de control, el liderazgo militar recayó en Ignacio Allende, mientras Hidalgo se mantenía como figura política y moral del levantamiento.
En marzo de 1811, Hidalgo, Allende y otros jefes insurgentes fueron capturados en Acatita de Baján, Coahuila, tras ser traicionados. Hidalgo fue sometido a un juicio eclesiástico y militar en el que fue degradado de su investidura sacerdotal, excomulgado y condenado a muerte.
El 30 de julio de 1811 fue fusilado en Chihuahua a los 58 años de edad. Su cuerpo fue sepultado en la misma ciudad, pero su cabeza, junto con las de Allende, Aldama y Jiménez, fue exhibida dentro de jaulas de hierro en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, como advertencia a los insurgentes. Permanecieron ahí durante una década, hasta la consumación de la independencia en 1821.
De esta forma, Miguel Hidalgo pasó de ser sacerdote ilustrado a caudillo insurgente a un mártir del movimiento. Su figura se consolidó como símbolo del inicio de la lucha independentista en México.
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