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Gente

El Cantador: la voz que aún canta en Guanajuato

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Guanajuato, Gto.- En cada callejón hay un susurro del pasado, en cada jardín una historia que resiste al olvido… Y entre tanta historia, se recuerdan las leyendas que, entre más se escuchan, más suenan a mito. Y entre todas, hay una que aún se nota.

Entre guitarras callejeras y en voces que vibran entre las piedras: la leyenda de José Carpio, el joven conocido como El Cantador.

Originario del barrio de Tepetapa, Carpio fue hijo de un minero, pero heredó el alma de un artista. A los doce años ya construía su propia guitarra y alegraba a su comunidad con canciones que no conocían más escenario que la calle, ni más público que los vecinos.

Tenía la voz de un tenor y la mirada de quien conoce la nostalgia antes de tiempo.

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Su historia es también una de sacrificio. La tragedia familiar lo alejó de la música por años: tras la muerte de su padre en un accidente en la mina, José asumió el sustento del hogar. Fue entonces cuando, en un giro casi novelesco, descubrió un filón de plata. Ese hallazgo le devolvió la libertad… y la música.

Las canciones volvieron. El jardín donde solía cantar —entonces llamado Jardín de las Flores— que originalmente era el parque Porfirio Díaz, comenzó a llenarse de gente que iba no solo a pasear, sino a escucharlo.

Fue tal el cariño del pueblo que, tras su muerte en 1861, se rebautizó el lugar como Jardín El Cantador, en su honor.

Hoy, una estatua de bronce lo recuerda: guitarra en mano, serenamente eterno. Y quienes caminan por ahí en silencio, afirman que en las noches tranquilas aún puede oírse una voz que se desliza entre las hojas, cantando al amor, al dolor y a esa ciudad que nunca dejó de escucharlo.

José Carpio no fue un personaje inventado. Fue carne, voz y leyenda.

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El Cantador representa a todos los que alguna vez cantaron desde el alma sin saber que se volverían eternos.

En Guanajuato, los muros también escuchan… y a veces, las voces aún responden.

Los cantos del alma prevalecen en la historia y nombre de este parque, que los capitalinos llevamos en el corazón.

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Cultura

El Charro Negro de la Sierra de Santa Rosa

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Cuentan los viejos de la Sierra de Santa Rosa de Lima, allá donde el aire se viste de neblina y los pinos murmuran con el viento, que habita un alma en pena: el Charro Negro.

Hace siglos, cuando Guanajuato era un hervidero de mineros y arrieros, un bandido astuto se hizo de una fortuna robada. Plata, monedas y joyas arrebatadas a quienes descendían de las minas pasaron a sus manos, pero la codicia no perdona. Traicionó a sus propios compañeros y, perseguido por justicia y ladrones, buscó refugio en lo profundo de la sierra.

Allí, dicen, desesperado y con el tesoro al cuello, pronunció palabras prohibidas. Ofreció su alma al diablo a cambio de que nadie le arrebatara jamás sus riquezas. El pacto se cumplió, pero con un precio: su cuerpo se desvaneció en las sombras y su espíritu quedó condenado a cabalgar eternamente por los montes de Santa Rosa.

Desde entonces, los arrieros que se atrevían a cruzar la sierra en la noche hablaban de un galope que retumbaba entre las barrancas. Algunos juraban haber visto un jinete de traje oscuro, montado en un caballo negro, cuyos ojos brillaban como brasas encendidas en la oscuridad. Con voz profunda, el espectro ofrecía riquezas sin fin a quienes se atrevieran a seguirlo… pero ninguno de los que aceptaron volvió jamás.

Hoy en día, los pobladores todavía advierten a los viajeros: “Si escuchas cascos resonando en la tierra húmeda, no mires atrás. No respondas al llamado. El Charro Negro aún vaga en busca de compañía, guardando el tesoro maldito que lo ata a esta tierra para siempre.”

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Y así, entre la neblina y el silencio de los bosques, su galope se mezcla con el viento, recordando a todos que la codicia y los pactos oscuros nunca traen redención.

¿Te atreverías a cruzar la Sierra de Santa Rosa a oscuras? ¡Cuéntanos en los comentarios!

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Cultura

Los hidrantes en Guanajuato capital: historia, utilidad y cultura urbana

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En una ciudad como Guanajuato capital, marcada por su trazo irregular, sus túneles y callejones, los hidrantes se convirtieron en un elemento urbano fundamental tanto en términos de seguridad como de identidad visual. Aunque hoy en día suelen pasar desapercibidos, estos dispositivos cuentan con una historia estrechamente ligada al desarrollo urbano, los incendios del pasado y la adaptación de la ciudad a las necesidades modernas.

La presencia de hidrantes en Guanajuato remonta su origen a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la ciudad comenzó a adoptar medidas más organizadas de protección civil. En un territorio minero, donde la madera y los materiales inflamables abundaban en casas y talleres, los incendios representaban un riesgo constante.


La instalación de los primeros hidrantes fue una respuesta a esa necesidad: contar con accesos rápidos al agua de la red pública para sofocar siniestros que podían poner en peligro no solo viviendas, sino también templos, plazas y edificios históricos.

La dificultad de colocar hidrantes en una ciudad tan peculiar como Guanajuato fue otro factor interesante. Debido a su relieve y al trazado estrecho de las calles, los hidrantes tuvieron que distribuirse de manera estratégica: en esquinas de plazas, cercanos a túneles, y en puntos clave de barrios históricos.

Algunos de ellos aún conservan un aspecto antiguo, pintados de rojo intenso o amarillo, contrastando con las fachadas coloridas que caracterizan al centro. Con el tiempo, no solo se volvieron parte del mobiliario urbano, sino también una especie de “huella silenciosa” de cómo la ciudad fue adaptándose a los tiempos modernos.

En la cultura guanajuatense, los hidrantes también han sido resignificados. Muchos de ellos, al estar ubicados en zonas de gran tránsito turístico, forman parte del paisaje fotográfico que se llevan los visitantes sin siquiera notarlo. Además, los artistas callejeros y fotógrafos locales han sabido integrar su presencia en la estética de las calles empedradas, convirtiéndolos en detalles que dotan de personalidad al espacio urbano.

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Hoy, los hidrantes de Guanajuato no solo cumplen una función de seguridad vital, sino que también representan el diálogo entre pasado y presente. Son testigos de cómo una ciudad con raíces virreinales y alma minera logró modernizarse sin perder su esencia colonial. En ellos se refleja la capacidad de adaptación de Guanajuato: un sitio que, entre callejones y túneles, sigue cuidando a su gente y su patrimonio a través de estos discretos guardianes de hierro.

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Gente

Guanajuato en la lista negra: tercer estado con más violencia familiar contra la infancia

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Guanajuato se coloca en una posición alarmante al ocupar el tercer lugar nacional en casos de violencia familiar contra niñas, niños y adolescentes con más de 18 mil atenciones médicas registradas entre 2018 y 2024. Lejos de ser una cifra aislada, este dato refleja una crisis estructural donde la niñez no encuentra seguridad ni siquiera dentro de su propio hogar, espacio que debería ser de protección y cuidado.

De acuerdo con la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), la mayoría de las víctimas en Guanajuato son adolescentes mujeres de entre 12 y 17 años, lo que expone no solo la vulnerabilidad de este sector, sino también la persistencia de patrones de violencia machista que continúan reproduciéndose en el núcleo familiar.

Resulta preocupante que en la mayoría de los casos los agresores sean parejas, familiares cercanos o incluso la propia madre, lo que desnuda la falta de redes de apoyo y prevención efectivas.

Aunque en los últimos años se reporta una ligera disminución en las atenciones médicas a nivel nacional, los números en Guanajuato siguen siendo alarmantes y muestran un problema que no se resuelve con estadísticas a la baja. La violencia contra la infancia no se limita a golpes físicos: deja secuelas emocionales, trastornos de ánimo, ansiedad, depresión y, en casos extremos, embarazos tempranos, condenando a la niñez a un futuro de desigualdad y desprotección.

Mientras estas acciones no se prioricen, el estado seguirá ocupando un lugar vergonzoso en la lista negra de violencia familiar en México.

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