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Cultura

El huitlacoche en la cosmovisión mexica

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El huitlacoche (Ustilago maydis) conocido en náhuatl como cuitlacochin, era mucho más que un simple alimento para los mexicas. En su cosmovisión, donde el maíz era la planta sagrada por excelencia, cualquier alteración o manifestación extraordinaria de éste tenía un significado espiritual.

El huitlacoche, al surgir de los granos de maíz, se interpretaba como un don divino, un mensaje de los dioses relacionado con la fertilidad de la tierra y la abundancia de las cosechas.

Los mexicas creían que el ser humano había sido creado a partir del maíz, por lo que este grano era la base tanto de la alimentación como de la espiritualidad. La diosa Chicomecóatl, señora del maíz tierno y Centeótl, dios del maíz joven, eran deidades estrechamente ligadas a los ciclos agrícolas. Dentro de ese marco simbólico, el huitlacoche era visto como una manifestación excepcional del ciclo del maíz, un recordatorio del poder de los dioses sobre los cultivos.

En las ceremonias agrícolas, especialmente en los meses de Etzalcualiztli y Ochpaniztli (dedicados a la renovación de la tierra y la fertilidad), el huitlacoche era ofrendado junto con tamales, atoles y granos de maíz. Se le consideraba un “maíz dormido” o “maíz transformado” y, por tanto, un alimento especial para los dioses.

Algunos registros coloniales sugieren que el huitlacoche también pudo emplearse en rituales de agradecimiento a Tláloc, dios de la lluvia, y a los tlaloques (sus ayudantes) pues el hongo dependía de la humedad para brotar. Así, su aparición se entendía como señal de que los dioses de la lluvia habían bendecido la tierra.

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El huitlacoche era considerado un símbolo de dualidad:

  • Por un lado, representaba la “enfermedad” del maíz, pues deformaba la mazorca.
  • Por otro, era un regalo nutritivo y sabroso, evidencia de que incluso en la imperfección de la naturaleza podía hallarse un beneficio para el hombre.

Esta dualidad estaba en consonancia con la filosofía mexica, que concebía el universo en constante equilibrio entre opuestos: vida y muerte, abundancia y escasez, enfermedad y salud.

Aunque formaba parte de rituales, también era consumido de manera cotidiana. Se preparaba en tamales, caldos y guisos junto con chile y hierbas, otorgándole un sabor fuerte y distinto al del maíz común. Además, se le atribuían propiedades medicinales: se consideraba fortificante, digestivo y beneficioso para mujeres en recuperación posparto.

Para los mexicas, el huitlacoche no era una plaga indeseable, sino un símbolo agrícola y espiritual. Su aparición en el maíz era motivo de respeto, pues recordaba la estrecha relación entre los hombres, la tierra y los dioses. Al integrarlo en sus rituales y su dieta, los mexicas reafirmaban su visión de un mundo en el que lo sagrado y lo cotidiano estaban profundamente entrelazados.

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Cultura

Cempasúchil. La flor que ilumina el camino de los que ya no están

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Con la llegada de octubre, los campos de México se cubren de un resplandor anaranjado: es el cempasúchil, la flor que, según la tradición, guía con su luz y su aroma a las almas que regresan a visitar a sus seres queridos durante el Día de Muertos.

Su nombre proviene del náhuatl cempoalxóchitl, “flor de veinte pétalos”, símbolo del sol y de la vida eterna. Desde tiempos prehispánicos, se ha usado en rituales para conectar el mundo de los vivos con el de los muertos.

En estados como Puebla, Michoacán y Guanajuato, miles de campesinos siembran cada año esta flor sagrada, que a finales de octubre inunda los mercados, los altares y los panteones. En comunidades como Santa Rosa, La Sauceda o Cuevas, los productores locales mantienen viva la tradición de cultivar el cempasúchil como un acto de amor y memoria.

Más que una flor, el cempasúchil es un símbolo de esperanza y continuidad. Sus pétalos marcan el camino del regreso, y su color dorado recuerda que la muerte no significa ausencia, sino presencia luminosa en el corazón de quienes aún recuerdan.

Porque en México, cada noviembre, la vida florece entre los muertos, y el cempasúchil sigue cumpliendo su misión: mantener encendida la luz del amor.

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Celaya Guanajuato

Cortometraje celayense “El Perro” triunfa en festival de cine en Costa Rica

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Un cortometraje producido en Celaya ha obtenido reconocimiento internacional: “El Perro”, concebido y dirigido por el cineasta Alberto Aguilar, recibió un premio en un festival de cine celebrado en Costa Rica. El proyecto destaca por su apuesta experimental y su origen local, lo cual resalta el talento emergente en la región bajío.

La obra parte de una idea original de Adrián Vorfreude, quien también asume el papel protagónico junto con Karen Miranda. Aguilar, encargado del guion y la dirección, ha logrado amalgamar una narrativa visual cargada de simbología y sensibilidad estética que capturó la atención del jurado internacional. Según el medio que reporta el galardón, “El Perro” se consolida como un ejemplo del cine independiente que logra trascender fronteras.

El reconocimiento en Costa Rica no sólo representa una validación artística, sino que también coloca a Celaya en el mapa del cine experimental latinoamericano. El logro permite visibilizar no solo a sus creadores, sino también el ecosistema cultural regional que apoya este tipo de iniciativas. El éxito de “El Perro” abre la puerta para que más proyectos locales aspiren a plataformas internacionales.

Finalmente, el nombre de este cortometraje refuerza la idea de que las producciones hechas con recursos limitados pueden competir en festivales relevantes, siempre que cuenten con visión y coherencia artística. Quizá estos reconocimientos empujen a nuevas alianzas, apoyos institucionales y producciones más audaces en Guanajuato.

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Cultura

Alfeñique: una tradición colorida

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Esta práctica que combina arte, religión y cultura popular, tiene raíces que se remontan a la época virreinal, cuando los españoles introdujeron la técnica del alfeñique, una masa a base de azúcar, clara de huevo y limón, que originalmente provenía del mundo árabe. En México, esta mezcla se transformó en un elemento simbólico y artesanal que adquirió identidad propia al fusionarse con las costumbres indígenas relacionadas con la muerte.

En Guanajuato, el alfeñique se consolidó como una expresión cultural única, particularmente desde el siglo XIX. Su vínculo con las festividades de Todos Santos y Día de Muertos hizo que se convirtiera en parte esencial de los altares y ofrendas dedicadas a los difuntos. En las manos de los artesanos guanajuatenses, el azúcar tomó forma de calaveras, ataúdes, corazones, frutas, animales y figuras humanas que simbolizan tanto la vida como la muerte.

Con el paso de los años, el arte del alfeñique se transmitió de generación en generación, manteniendo técnicas tradicionales que aún hoy se conservan en talleres familiares. En la capital guanajuatense, la Feria del Alfeñique se celebra cada año a finales de octubre en las inmediaciones del Mercado Hidalgo, donde decenas de puestos exhiben figuras elaboradas con azúcar, chocolate, amaranto y gomita. Esta feria no solo representa una oportunidad económica para los productores locales, sino también un encuentro entre tradición, memoria y comunidad.

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Actualmente, la elaboración del alfeñique en Guanajuato continúa siendo un acto de identidad cultural. A pesar de la introducción de materiales modernos y procesos industriales, los artesanos más antiguos siguen utilizando moldes de barro o yeso, y técnicas que requieren paciencia, precisión y devoción. Las familias acuden cada año a adquirir sus figuras para adornar los altares o simplemente como símbolo de orgullo guanajuatense.

Más allá de su belleza y sabor, el alfeñique en Guanajuato es un testimonio de la continuidad de las tradiciones. Representa la forma en que el pueblo ha sabido conservar su esencia y adaptarla a los tiempos modernos sin perder su significado espiritual. En cada calavera de azúcar hay historia, arte y una dulce manera de mantener viva la memoria de los que se han ido recordando que, en Guanajuato, la muerte también se celebra con sabor a tradición.

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