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Cultura

La escritora Alicia Molina se llevó por unanimidad el premio Jorge Ibargüengoitia.

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La feria Internacional del Libro de la Universidad de Guanajuato, es una tradición de más de casi 7 décadas, fue la primera experiencia cultural literaria del país, cuando la máxima casa de estudios del estado estaba liderada por Eugenio Trueba.


En los últimos años, la feria a otorgado el Premio Jorge Ibargüengoitia, como una manera de reconocer la vida literaria, trata de reconocer a todos los géneros, por lo que lo mismo se ha visto distinguido con anterioridad a novelistas, ensayistas, cuentistas, poetas, dramaturgos y en el caso de Alicia Molina se premió a la letras pequeñas o mejor dicho a la literatura infantil y juvenil.
La obra de Alicia Molina, va más allá si se toma en cuenta una amplia labor de guionista para la televisión educativa en la que comenzó una labor en favor de la visibilidad de las discapacidades, como aderezo a una vida encaminada al mejoramiento social.
En entrevista, animó a quien se quiera dedicar a las letras a que fueran valientes, a que se atrevieran a escribir y sobre todo, se tenga disciplina, atreverse y disciplina son las palabras que definen el trabajo de quien recibe el premio en este día. En hora buena.

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Cultura

¿Por qué se comen 12 uvas en noche vieja?

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La costumbre de comer uvas al final del año tiene un origen histórico relativamente reciente y está vinculada tanto a circunstancias económicas como a creencias simbólicas que con el tiempo se difundieron a distintos países, entre ellos México.

La tradición surgió en España a comienzos del siglo XX. La versión más documentada señala que en 1909, productores de uva de la región de Alicante enfrentaron una cosecha excedente y promovieron el consumo de uvas en la noche del 31 de diciembre como una forma de aprovechar la producción. La iniciativa coincidió con una práctica previa de la burguesía madrileña, que a finales del siglo XIX ya acostumbraba despedir el año con uvas y champaña, imitando celebraciones francesas.

Con el paso del tiempo, la costumbre se popularizó y se dotó de un significado simbólico. Se estableció el ritual de comer doce uvas al compás de las campanadas de medianoche, una por cada mes del año que inicia. Cada uva representa un deseo, un augurio o una esperanza, generalmente relacionados con la salud, el trabajo, el amor y la prosperidad. El acto se convirtió así en una forma ritual de atraer la buena fortuna para el nuevo ciclo.

La tradición llegó a América Latina a través de la influencia cultural española durante el siglo XX. En México, su adopción fue rápida, sobre todo en contextos urbanos, y se integró a las celebraciones de fin de año junto con otras prácticas simbólicas, como los colores de la ropa interior o los brindis de medianoche. Aunque no forma parte de las tradiciones coloniales más antiguas, se arraigó como un gesto colectivo de cierre y renovación.

Más allá de su origen comercial, el consumo de uvas al finalizar el año responde a una necesidad simbólica universal: marcar el paso del tiempo y expresar deseos frente a lo desconocido. Comer uvas en ese momento específico se convirtió en un acto cargado de expectativa y esperanza, una forma sencilla de participar en un ritual compartido que mira hacia el futuro con optimismo.

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Hoy, esta tradición permanece vigente y continúa practicándose en muchos hogares, no solo como un acto de superstición, sino como un ritual que refuerza la idea de que el inicio de un nuevo año merece ser recibido con intención, deseo y significado colectivo.

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Cultura

¿Desde cuándo se empezó a celebrar navidad en México?

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La primera celebración de la Navidad en lo que hoy es México se remonta a los primeros años de la conquista española, en el siglo XVI, y está estrechamente ligada al proceso de evangelización de la Nueva España.

El registro más aceptado sitúa la primera Navidad celebrada formalmente en territorio mexicano el 25 de diciembre de 1523, apenas dos años después de la caída de Tenochtitlan. Esta celebración tuvo lugar en Texcoco y fue organizada por los frailes franciscanos que habían llegado recientemente al continente con la misión de evangelizar a los pueblos indígenas. Entre ellos se encontraba fray Pedro de Gante, una de las figuras clave en la introducción de las prácticas cristianas en la Nueva España.

En esa primera Navidad, la celebración tuvo un carácter eminentemente religioso y pedagógico. Se realizaron misas, cantos y representaciones sencillas del nacimiento de Jesús, con el objetivo de explicar los fundamentos del cristianismo a la población indígena. Estas ceremonias fueron el antecedente directo de tradiciones que más tarde se consolidarían, como los nacimientos, las posadas y las pastorelas.

Durante las décadas siguientes, la celebración de la Navidad se extendió por distintas regiones del territorio novohispano. Para mediados del siglo XVI, ya era una festividad reconocida en conventos, parroquias y comunidades indígenas evangelizadas. Sin embargo, su forma fue cambiando: se incorporaron elementos locales, música, lenguas indígenas y prácticas comunitarias que dieron lugar a una celebración mestiza, distinta a la europea.

Hacia finales del siglo XVI, la Navidad ya se había convertido en una fecha central del calendario religioso de la Nueva España. En 1587, con la autorización para celebrar las posadas en los nueve días previos al 25 de diciembre, la festividad adquirió un carácter más amplio y popular, reforzando su presencia en la vida cotidiana.

Así, la primera Navidad celebrada en México no fue solo un acto litúrgico aislado, sino el inicio de una tradición que, a lo largo de cinco siglos, se transformó en una de las expresiones culturales y religiosas más profundas del país, marcada por el sincretismo y la participación comunitaria.

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Cultura

Jardín Unión: el corazón del centro histórico

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Su origen está directamente relacionado con el antiguo Convento de San Diego de Alcalá, fundado en el siglo XVII por la orden franciscana. Durante la época colonial, el terreno que hoy ocupa el jardín formaba parte del atrio y de las huertas del convento, por lo que no existía aún como plaza pública.

La transformación del espacio comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, tras la aplicación de las Leyes de Reforma. Con la exclaustración de las órdenes religiosas y la desamortización de bienes eclesiásticos, el convento de San Diego fue parcialmente demolido y sus terrenos pasaron a manos civiles. Fue entonces cuando surgió la necesidad de crear un espacio abierto que respondiera a las nuevas dinámicas urbanas y sociales de Guanajuato.

El jardín fue formalmente creado en la década de 1860 y recibió el nombre de Jardín Unión como símbolo del proyecto liberal que buscaba reforzar la idea de cohesión nacional tras años de conflictos políticos y sociales. Desde sus primeros años, el lugar se concibió como un punto de reunión cívica y recreativa, en contraste con su pasado estrictamente religioso. Su traza se adaptó al terreno irregular y se incorporaron bancas, áreas ajardinadas y caminos para el paseo peatonal.

A finales del siglo XIX y principios del XX, durante el Porfiriato, el Jardín Unión adquirió la fisonomía que en gran medida conserva hasta hoy. En este periodo se colocaron kioscos, se mejoró la jardinería y se reforzó su papel como centro de convivencia social. Su ubicación estratégica, frente al Templo de San Diego y junto al Teatro Juárez, inaugurado en 1903, consolidó al jardín como el corazón cultural de la ciudad.

A lo largo del siglo XX, el Jardín Unión fue escenario de eventos cívicos, conciertos, celebraciones oficiales y encuentros cotidianos. Se convirtió en un espacio donde convivían estudiantes, familias, comerciantes y visitantes, reflejando la diversidad social de Guanajuato. Con el crecimiento del turismo, el jardín también asumió un papel protagónico como punto de referencia para visitantes nacionales y extranjeros.

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Hoy, el Jardín Unión representa la síntesis de varias etapas históricas de la ciudad: el pasado conventual colonial, la transformación liberal del siglo XIX y la vocación cultural de Guanajuato contemporáneo. Más que un espacio verde, es un símbolo de identidad urbana y un testigo permanente de la evolución social, política y cultural de la capital, donde la vida cotidiana sigue desarrollándose al ritmo de su historia.

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